Ciudad sin Chilangos
Enormes minucias
Jorge F. HernándezSin chilangos, la Ciudad de México recupera su transparencia perdida. El domo grisáceo y sucio que enmarca sus diversas escenografías se limpia con un azul casi olvidado y de pronto descubrimos que estábamos rodeados de plantas, árboles que dialogan entre sí y flores de todos los colores.
Raros, por escasos, pero hay días en que la Ciudad de México deja abiertas todas sus ventanas para tomar el Sol y respirar aire sin contaminantes, quizá porque se han evaporado sus habitantes. Acostumbrada a las luces estridentes y a la danza constante del ruido, la ciudad sin chilangos parece sobrevivir con muy pocas sombras: las que proyectan las estatuas inamovibles, los edificios ancestrales y los visitantes desconcertados, turistas despistados o burócratas trasnochados que no son chilangos.
El lente registra todos los silencios que se pasean libremente por las calles. Por eso se vuelven más estrechos los callejones y más anchas las avenidas con camellón. Quizá también por eso, ni los perros han salido a pasear sus huesos. Sólo transita las calles un ciclista que pasa a la velocidad de la luz, un tamalero que espera aliviar algún vacío anónimo y los coches que parecen dirigirse hacia ninguna parte, pues además, nadie va al volante.
En la liturgia silenciosa de su soledad, la Ciudad de México vive rituales cíclicos que, en todos los demás días, pasan inadvertidos: el Sol se oculta exactamente atrás del Castillo de Chapultepec y en línea recta, casi al mismo tiempo, la Luna se asoma por detrás del Cerro del Tepeyac. Sin chilangos, el Paseo de la Reforma se convierte en una Calzada de los Muertos Teotihuacana que va desde el sagrado nido guadalupano hasta las colinas de la opulencia, conocidas como Las Lomas; en medio, Cristóbal Colón posa sin que lo insulten, Cuauhtémoc presume su nueva ropa de emperador y la Diana sigue sin saber a qué le tira. Sobrevuela la escena el Ángel de la Independencia, más ángela que nunca con los pechos al aire y la mirada desconcertada ante el vacío que la rodea.
Sin chilangos, la Ciudad se convierte en un paseo que se recorre en poco tiempo, aunque atraviesa todos los tiempos posibles. Los edificios virreinales parecen remozar sus tonos rojizos y grises, pues cada poro de la piedra tezontle y cada lámina de cantera parecen respirar mejor en días de asueto. Xochimilco vuelve a sentirse utopía prehispánica donde cada flor tiene su nombre entre límpidos canales y todas las colonias que conforman la vasta anchura de la clase media presumen sus fachadas californianas por cinematográficas. El engaño es generalizado: aquí no hay ni una pizca de basura, ni restos de crímenes irresueltos; aquí no queda huella de las parejas en disputa o los pactos de amor eterno.
Ojerosa y pintada, diría el poeta, la Ciudad de México se ha acicalado a solas, como si quisiera lucirse ante nadie sabiendo que mañana volverá a ser cortejada por todos. Las calles parecen recién trazadas, intacto el rímel de sus carriles y el oscuro bilé de su pavimento; incluso, los semáforos y una que otra farola parecen aretes recién estrenados para festejar la desolación efímera.
Me pregunto si el Turibús hace descuento en sus recorridos sin chilangos, pues el turista no podrá contemplar desde el techo descubierto el ballet folclórico de los demás días del año: la danza de los merolicos y vendedores ambulantes, la soberbia de los poderosos con guardaespaldas, la coreografía de los coches que no respetan un solo semáforo y los microbuses que se frenan de pronto y en diagonal. El turista no verá el enjambre de taxis verdes ni la serena autoridad de un policía cobrando una mordida con discreción; no habrá postales de limosneros indígenas, tragafuegos engasolinados, niñitos payasos con globos como glúteos ni carritos rebosantes de cáscaras de naranja.
Uno camina por la Ciudad sin Chilangos y parecería que asiste a la celebración de una autonomía anhelada, pues acostumbramos vivir todos los demás días enjaulados en un martirio de automatización inevitable. Sin rumbo fijo, el destino personal es dictado por capricho y sin prisas; la memoria se ventila con la recuperación intacta de los nombres de las calles y el descubrimiento de una esquina olvidada. Parecería que hemos entrado al Paraíso del Solitario, pero en realidad traspasamos la dimensión desconocida para revelarnos que una sola pareja, aparentemente enamorada, basta para redefinir el Universo.
La Ciudad sin Chilangos le sube el volumen a los murmullos y el solitario va rezando en voz alta una letanía melancólica. Sabe perfectamente en qué esquina pervive el fantasma de Tin-Tán y cuáles son las casas abandonadas donde se esconde el espectro de Agustín Lara; cruza despacito las avenidas sabiendo que los automóviles invisibles de décadas pasadas no atropellan a los seres vivos. Sin que nadie los vea, juegan cascarita las viejas glorias del club Atlante y los fantasmas de los toreros muertos parten plaza por las calles de la Condesa, con sus trajes de luces sin una sola mancha de sangre.
La música de la Ciudad de México se vuelve mental: no hay un solo chilango que presuma su autoestéreo en lo poco dura una luz roja en el semáforo ni una sola sirvienta que cante en las azoteas a dos voces con Pedro Infante; se han evaporado los pitidos de un camotero y han guardado sus bicicletas los afiladores de cuchillos. Sin embargo, se perciben presencias caducadas: la sombra de un pajarero y un aguador, un panadero cuya canasta parece sombrero zapatista y un vendedor de lotería que se ha vestido como si fuera a una boda. Con tanta ánima en pena, se explica que un tamalero heroico recorra todas las calles, todos los días, sin perder un ápice la energía de su voz.
Efectivamente, dan ganas de celebrar el vacío temporal y decir sin vergüenzas que sí se puede amar a la ciudad más grande del mundo, que la antigua región más transparente del aire sigue siendo amable y que siete siglos sólo suman belleza por acumulación de ruinas. Dan ganas de habitarla uno mismo, sin que se entere nadie; que se detenga el tiempo y que México no se despierte nunca de sus letargos ocasionales… pero el vacío se vuelve agrura efervescente y nos resignamos, al atardecer, que volveremos a ser millones, que en el fondo no estamos solos y que la Ciudad de México, sin Chilangos, no tiene vida.
Para Antropomorfo y Nuez.
Escrito por Jorge F. Hernández en la revista Chilango (I/ II/ MMV).
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