Lo anterior
El inicio de la conversación
Cuando el hombre del desierto pudo mantener los ojos abiertos por ratos cada vez más largos, la mujer lo llevó a la terraza. Quería que sintiera el aire fresco y que viera el exterior.
- Esta es la tierra - le decía, señalándole una ciudad que se extendía sobre las colinas menudas, como si el hombre en realidad precisara de tal explicación. Había techos de teja colorada, frondas de árboles verdes, calles apenas pavimentadas, postes de teléfono, cables de electricidad. Había, por sobre todo eso, un cielo inmaculado. Azul. Monumental. Fue ahí, en la terraza, que empezó a hacerle preguntas en voz baja.
- ¿Quién eres? ¿Quién escribió esto? ¿Cómo te lo explicas?
Y ahí, en la terraza, el hombre se negó a contestar. En lugar de articular palabras y significados, bajaba la vista y sólo abría la boca para emitir sonidos ininteligibles. Pujidos. Suspiros. Gruñidos. Cuadros de pintura abstracta. Expresionismo en expansión.
- ¿Qué es esto? Le preguntó mientras, hincada frente a él, le rozaba las falanges del dedo cordial donde sobresalía una esfera de jade pequeñísima.
Iba a volver a hacer la pregunta, esta vez con el volumen todavía más bajo, con el tono más dulce, pero cuando el hombre del desierto desvió la mirada y se cubrió la mano del anillo con la otra mano, ella se dió cuenta de que no debería hacerlo. Un secreto. Algo delicado y prohibido. Pensó en la simpleza de la joya, en la perfecta redondez de su color verde, y regresó a la cocina para traer más agua.
Nunca supo si fue eso u otra cosa lo que la obligó a hablar. Al inicio lo hizo inconscientemente, sin oírse. Luego, a medida que las sesiones de la terraza se hacían más frecuentes, no pudo evitar el descubrimiento. U otra cosa. Cuando se atrapaba pronunciando las palabras que no sabía le daba por sonreír y volver el rostro hacia el aire. Una locura. Otra más. Se acostumbró a eso, a llevar a un hombre mudo a la terraza para escucharse a sí misma bajo el influjo del viento.
Lo único cierto
Si alguien le hubiera preguntado cómo había llegado hasta esta situación, seguramente habría optado por decir alguna mentira. Diría:
- Era obvio que ese hombre necesitaba ayuda.
Diría:
- Se notaba que era un caso de vida o muerte.
Diría:
- Cualquiera hubiera hecho lo mismo.
Y habría guardado silencio después, incapaz de continuar. Incapaz de decir que lo único cierto era que había dos hombres y una mujer dentro de una casa. Que lo cierto era que el hombre del desierto hablaba y que la mujer oía y, después, le contaba a él, dentro de una recámara fresca y oscura, pedazos de una historia ajena como si se tratara de algo que había hallado por casualidad en el desierto una tarde de domingo. Un metal precioso. Una joya. Si alguien le hubiera preguntado cómo había llegado a esta situación, habría tenido que decirle que ahora, en ese instante, no podía explicárselo. Que tendría que esperar. Que el amor siempre ocurre después y que es una reflexión. Una retrospectiva. Si alguien le hubiera preguntado, tendría que haberle dicho que esperara ese después. Él hacía lo mismo. Él no hacía otra cosa más que esperar el después. Ahí. A su lado. Al lado de la mujer.
Lo escribió Cristina Rivera Garza en Lo anterior (Tusquets, México, 2004).
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