Aracnofobia
La araña camina sobre el retrato de mi hermano. Como si supiera a quien puede asustar, se desliza sobre la sonrisa fotográfica con su blanca carga a cuestas.
Yo no le temo. La veo moverse, pesada y torpe, sus patas estirándose, buscando, su cuerpo protegiendo el frágil bulto. Huevecillos, pienso. Me acerco silenciosa, zapato en mano, pero la he juzgado mal: escapa de milagro el primer golpe, sale ilesa del segundo y al tercero abandona la habitación con agilidad vertiginosa.
La alcanzo en el largo corredor, oscuro y tapizado de libros y viejos cuadros que nos miran. Arrinconada entre la pared y el piso, se resigna a lo inevitable.
Bajo el zapatazo contundente veo volar una de las ocho largas patas. Después, el horror: docenas de arañas diminutas brotan desde abajo de la suela, se escurren por el piso, trepan por mi mano y mi brazo, invaden todo mi cuerpo mientras los gritos son sofocados por los hilos frágiles, casi transparentes, que tejen delicadamente en mi garganta.
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