Pasar la página
Jorge F. Hernández
Quizá la vida no sea más que el constante ejercicio de pasar la página. Contra el burócrata deshauciado que sobrevive la jornada sin mirar el paisaje cambiante de sus circunstancias, prefiero la lectura impredecible con la que los niños deletrean al paso de las horas los párrafos sonrientes de sus travesuras y travesías, el ingenio con el que inventan las palabras y su asombro contagioso ante las maravillas imprevistas: un gorrión aletargado sobre una banca cualquiera, un soldado de plomo que mira al mundo desde una vitrina, el paso cansado de un caballo sobre el asfalto y la rubia mirada de una niña acalorada.
Quien asume su existencia como el paso diario de una nueva página opta por flotar suspendido sobre cualquier tedio y aburrimiento mundano, mirando desde arriba el cansino crucigrama del hormigueo repetitivo. Además, quien se deja leer a diario, como una hoja inédita, goza del milagro silencioso de asumir su propia redacción, con una rara serenidad ante los giros de su propia trama que no dependen de su entera voluntad. Quien escribe sus propios días no precisa reparar en el número de páginas recorridas ni preocuparse por la llegada del capítulo final; la redacción pura --como el amor-- no tiene edades y sus acentos se desvanecen con el silencio.
Por encima de los poderosos que lo dictan todo desde una pretensión engreída, prefiero a los lectores que leen la vida a su manera. Prefiero mirar a los que leen en silencio que escuchar los gritos de todos los que maltratan las páginas de los días. En su útil y contagioso "Diario de lecturas" (Alianza, 2004), dice Alberto Manguel que "Leer es un diálogo. Los locos intervienen en conversaciones imaginarias que, al parecer, oyen resonar en algún lugar de su cabeza; los lectores mantienen en silencio un diálogo parecido con las palabras escritas en la página. De ordinario no queda constancia de la respuesta del lector, pero a veces hay alguno que siente la necesidad de empuñar el lápiz y contestar en los márgenes del texto. Este comentario, esta glosa, esta sombra que a veces acompaña a nuestros libros preferidos extiende el texto, lo lleva a otro tiempo y lo transforma en otra experiencia; arraiga la ilusión de que un libro nos habla y nos presta realidad a nosotros, sus lectores".
Puesto en ello, el lector que abreva de la irrealidad contenida en los libros multiplica las dimensiones de la supuesta realidad que lo rodea. Así lo confirma Antonio Muñoz Molina en "Ventanas de Manhattan", una espléndida reunión de párrafos hechizados por su prosa magistral donde cualquier lector se mira de pronto caminando por Nueva York, absorto ante sus edificios, imantado por sus olores y herido por sus dolores. Es un libro con las páginas abiertas de par en par donde cada uno es el "Ciudadano Quién", sea el paseante solitario de las madrugadas en neón o uno más de los miles de devotos que deambulan hacia Central Park con la ilusión de deshojar una sonrisa con un beso. Es un libro que se filtra en los dedos como un milimétrico recorrido de palabras que conforman un laberinto a leerse en voz baja, tal como quien inicia un nuevo día --una nueva vida-- con tan sólo pasar la página.
Lo mismo percibo en las fantásticas historias entreveradas con las que Raúl Guerra Garrido ha tejido"La Gran Vía es New York", un librazo aún inédito que ha llegado a mis manos como un secreto, sin portada ni solapas, apenas cosido su lomo para no desplumar las capillas. Se trata de un libro que da coraje no haberlo escrito y, por ende, alivio y admiración por leerlo. Entre dos aceras, una ancha avenida que aún no cumple cien años narra ella misma su azarosa y vibrante biografía. Es la Gran Vía de Madrid, la de los locos desvelados y la ecuménica nervadura de todos los días, la que sobrevivió bombardeos y cambios de nombre, la que se alfombra de claveles y la calle adoquinada donde un torero llamado Fortuna tuvo a bien estoquear un toro descarriado con un sable de militar. Guerra Garrido ha escrito un libro que se volverá indispensable para todo transeúnte que asuma la aventura de recorrer --leída, soñada, a pie o en coche-- la interminable travesía emocional que se extiende a lo largo y ancho de una calle entrañable.
Concluyamos entonces: el que viva la vida como quien lee una página nueva cada día es un dialogante de silencios, un corresponsal del vacío y un narrador de visiones, sean soñadas o vívidas. Es, además, un paseante, un andador incansable que lo mismo se pierde en la vastedad de los campos que en el laberinto minucioso de las calles, como quien recorre lentamente un párrafo impreso o quien escribe la diminuta letra de un cuaderno con acuarelas. Quien vive así puede justificar el orden entero del Universo con tan sólo asomarse a las novedades de una librería o vivir el milago indescriptible de saberse leído por los ojos más hermosos del mundo, aunque se trate de una mirada inalcanzable.
Escrito por Jorge F. Hernández, en su columna Agua de azar (Diario Milenio, 22 de mayo de 2004).
2 comentarios:
Que texto tan interesante. Me he identificado en algunas de las cosas que se dicen (en las menos buenas). Incita a la reflexión.
"...el que viva la vida como quien lee una página nueva cada día..."
Me encanta.
Yo quiero vivir cada día como una página nueva. Quiero escribir cada día. Quiero leer todas las cosas. Y dejarme leer.
Publicar un comentario