Visitantes nocturnos
Agua de azar
Jorge F. Hernández
De noche me llegan versos inesperados, párrafos entrañables e ilusiones indescriptibles. De noche, se despliega la polifonía de la oscuridad y un desfile de recuerdos nítidos, casi palpables. Bajo la luna, en cualquier latitud, se perciben mejor las voces del viento y rumor de los miedos. De noche se ejercen los horarios donde el silencio habla con mayor verdad.
En párrafos de años anteriores he declarado que agosto parece llorar. Sea por las lluvias o por los enredos del crítico entramado eléctrico de México, estas noches de agosto se han condenado a ser vividas sin luz. En francos apagones –que se prolongan como un capricho necio— o en amenazantes parpadeos amarillentos, las madrugadas de este agosto han sido más oscuras que las demás. Sus silencios son iguales a los de marzos perdidos o abriles nefandos, pero estas madrugadas han exacerbado su pacto con las tinieblas.
Con lo anterior quiero justificar –pues he tenido que leer y escribir a media luz—que tengo lecturas a la mitad y textos a medio camino. Diálogos inconclusos, tramas suspendidas en un limbo, páginas marcadas a ciegas, párrafos enteros que se han esfumado en la pantalla y otros, que se guardaron de milagro. Hablo también de películas que ya no supe de sus finales y noticieros que no llegaron a deprimirme del todo. Cualquiera diría que estas oscuridades de agosto debían servir para ordenarme mis horarios y resignarme ante nimiedades contundentes: efectivamente, si el Sol ya brilla en el Mediterráneo al tiempo en que aquí se respira la madrugada, pero Málaga está muy lejos y se sueña mejor dormido; efectivamente, no hay tanto ni tan placentero tiempo para leer en el transcurso del día, pero de madrugada no hay límite alguno para la emoción desbordada que puede contagiar un poema, el miedo irrefrenable que puede infundir un cuento de terror o la desolación infinita que puede infringir cualquier párrafo desgarrador (sea escrito ajeno o perpetrado en propia mano).
No todas las oscuridades de agosto son pasto de lamentaciones. De noche, ya no asustan los periódicos pues muchas de sus noticias han caducado y confieso que las sombras han resucitado los recuerdos ya remotos de conversaciones entre sábanas, los bailes tarareados sin música a la luz de la luna, las canciones de cuna que arrullaban a mis hijos y las sobremesas sin tiempo que se derretían sobre manteles a ritmo de cera. Acepto que he vuelto a la maníaca costumbre de hablarme en voz alta, aunque me alegra no haber llegado a los gritos. Afirmo, en pleno uso de mis facultades, que las paredes hablan, la madera cruje en su idioma, los libros se quejan en sus estantes y que no hay un solo objeto que no sea capaz de moverse en la noche, aunque de día todos parezcan inmóviles, inanimados… inofensivos.
De madrugada se escuchan a mayor distancia las palpitaciones de la calle, los coches parecen zumbar sobre carreteras lejanas e incluso, juro haber escuchado el silbido de un tren (fenómeno místico si se considera que hace años que no se ve un ferrocarril de día, y menos en la Ciudad de México). De noche, y en agosto, la lluvia se confunde con lágrimas (aunque cursi, verídico) y el tiempo se expande como si confundiera las aspas del reloj más confiable. En cuanto se esfuman las luces, los párrafos recién leídos se quedan grabados como si su tinta fuera de neón y noto que las horas o minutos de espera, que se repiten hasta que vuelva la luz, agudizan la memoria al congelarse en el vacío la palabra impronunciada, el número de la página o el acorde donde se quedó vibrando la guitarra. A contrapelo, las lámparas olvidan al amanecer todo lo que leyeron en la noche.
Bien visto, las madrugadas de este agosto se han poblado con las más puras y calladas ilusiones. Como en noches memorables, se detiene el tiempo; como en novelas entrañables, se materializan las palabras; como en los mejores sueños, se pueden recorrer paisajes desconocidos, habitar espacios improbables y lograr hazañas imposibles. En la madrugada, sin luz, habita el diálogo ideal, el beso interminable y el perfecto abrazo del silencio. Allí desfilan los sueños que los demás imaginan mientras duermen, las arquitecturas que desquician a los genios, los ensayos inéditos, la cartografía de los lugares desaparecidos, la biografía íntima del mundo, las rutas que siguen las aves que vuelan en círculos, la temperatura de Babilonia, la música de las ballenas y un cuadro casi olvidado de Matisse. Bien visto, estas madrugadas de agosto han sido un placebo invaluable para el insomne, siempre al pendiente de un correo electrónico o al acecho de un párrafo legible o a la espera de sentir una página publicable. Pura energía para sobrevivir el paso de otro agosto, sobrellevar la inminencia de un septiembre por descubrirse o justificar la compra de un buen acervo de velas, con sus respectivos cerillos, para que no vacilen las sombras, ahuyentar los peores recuerdos, espantar pesadillas, iluminar ideas, lacrar los sueños e invocar los mejores deseos.
Escrito por Jorge F. Hernández, que aprendió el español como segunda lengua mientras toreaba.
2 comentarios:
¿Cómo aprendes una lengua mientras toreas? Se me ocurren muchas maneras, pero todas bizarras.
Ja, ya sé :P
En realidad, cuando aprendía a hablar español un tío lo metió a torear para que, con el contacto con los banderilleros y demás, dejara de hablar con acentou gringou.
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