miércoles, febrero 16, 2005

El túnel

XXII

Desperté tratando de gritar y me encontré de pie en medio del taller. Había soñado esto: teníamos que ir, varias perso­nas, a la casa de un señor que nos había citado. Llegué a la casa, que desde afuera parecía como cualquier otra, y entré. Al entrar tuve la certeza instantánea de que no era así, de que era diferente a las demás. El dueño me dijo:
- Lo estaba esperando.
Intuí que había caído en una trampa y quise huir. Hice un enorme esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me obe­decía. Me resigné a presenciar lo que iba a pasar, como si fue­ra un acontecimiento ajeno a mi persona. El hombre aquel comenzó a transformarme en pájaro, en un pájaro de tamaño hu­mano. Empezó por los pies: vi cómo se convertían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque. Mi única esperanza estaba ahora en los amigos, que inexplicablemente no habían llegado. Cuando por fin llegaron, sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi transformación. Me trataron como siempre, lo que proba­ba que me veían como siempre. Pensando que el mago los ilu­sionaba de modo que me vieran como una persona normal, decidí referir lo que me había hecho. Aunque mi propósito era referir el fenómeno con tranquilidad, para no agravar la situación irritando al mago con una reacción demasiado vio­lenta (lo que podría inducirlo a hacer algo todavía peor), co­mencé a contar todo a gritos. Entonces observé dos hechos asombrosos: la frase que quería pronunciar salió convertida en un áspero chillido de pájaro, un chillido desesperado y ex­traño, quizá por lo que encerraba de humano; y, lo que era in­finitamente peor, mis amigos no oyeron ese chillido, como no habían visto mi cuerpo de gran pájaro; por el contrario, pare­cían oír mi voz habitual diciendo cosas habituales, porque en ningún momento mostraron el menor asombro. Me callé, es­pantado. El dueño de casa me miró entonces con un sarcásti­co brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo caso sólo advertido por mí. Entonces comprendí que nadie, nunca, sa­bría que yo había sido transformado en pájaro. Estaba perdi­do para siempre y el secreto iría conmigo a la tumba.

Escrito por Ernesto Sábato (Ed. Seix Barral, México, 1948).

No hay comentarios.: